Violeta admira el Titanic. Le encanta. Es el avatar del progreso. Es el día 10 de abril del 1912. El barco zarpa del puerto de Southampton hacia Nueva York. Un viaje idílico, junto a su prometido Alessandro, en el “insumergible”. Un viaje que terminaría en Nueva York donde una semana después de llegar a tierra se casarían. Sabía ya de memoria los titulares que habían acordado con la prensa. Alessandro Mirácolo, y Violeta Galiari se casan en la Iglesia más famosa de Nueva York. El multimillonario Mirácolo se casa con una joven bellísima de una isla de Italia. ¿La familia Mirácolo proseguirá con la Galiari?
Todo era perfecto. Violeta con su pamela, sus vestidos y sus joyas, bailando con Alessandro y con algún otro joven apuesto. Bajando continuamente, siempre con una brillante sonrisa, por aquella preciosa y dorada escalinata en las dependencias de primera clase. Y Alessandro, que tenía a todo el mundo rendido a sus pies, y al que no, ya lo arreglaba él, con sus fajos de billetes.
Comían cada día en el comedor de primera clase, con un puñado de sirvientes que no dejaban de preguntarles si querían algo más. Violeta era paciente, amable, risueña, alegre, guapa, el tipo de chica que todo el mundo quería. Alessandro, todo lo contrario, trataba fatal a cualquier persona que no fuera mínimamente rica, era altivo, gallardo, serio, demasiado avaro, el tipo de hombre que maduraba fatal y el abuelo gruñón.
Pero no vengo a hablar de esto. Vengo a hablar de aquel momento fatídico en que el Titanic pasó a ser historia, de la forma menos pensada. El domingo 14 de abril de 1912 era el quinto día que el barco navegaba por las aguas del Atlántico Norte, a toda velocidad. Se aproximaba a las costas de Terranova. Desde las dos menos veinte de la tarde se recibieron mensajes de distintos barcos que advertían el peligro de icebergs. Nadie adivinó que aquellos mensajes eran el preludio de una tragedia. No se redujo la velocidad, a pesar del conocimiento, de aquellos grandes bloques de hielo. Se creían infalibles, muy seguros de su buque y de sí mismos. Al caer la noche se tomaron las medidas pertinentes para divisar posibles bloques durante la ruta. Hasta el último momento se recibieron mensajes de advertencia, a los que no se hizo el menor caso. La dificultad para detectar el peligro era parte de la soberbia que acompañaba al Titanic. A las once todo el mundo estaba acostado, media hora después, se divisó un iceberg, a unos quinientos metros de distancia. La capacidad de maniobra era muy reducida, y el iceberg les rozó de costado. Thomas Andrews, que diseñó su sistema de seguridad, constató que estaba seriamente afectado. Que se hundía. El pánico cobró vida. Los botes salvavidas no eran suficientes. No se llenaban del todo, eran desaprovechados. Incluso en aquel momento los beneficiados eran los de primera clase. Hacía unos minutos unos hombres que trabajaban en el barco habían sacado a Violeta y a Alessandro del camarote, les habían puesto unos chalecos salvavidas y estaban esperando uno de aquellos botes. Les llegó el turno. Violeta estaba asustada, pero tenía esperanza de que iban a salir indemnes de aquella situación. Pero Alessandro vio que aquel bote estaba lleno de personas de tercera clase. Se acordó de también de todo su dinero guardado en la caja fuerte de su habitación. Se bajó del bote.
-¡Violeta! ¡Voy a por tus joyas. Nos reuniremos luego. Cuando nos recojan!
-¡No te vayas…! ¡Te quedarás ahí!¡No, no, no…! ¡NOOOOOOOOO!
Pero sus gritos desgarrados no impidieron nada a Alessandro. Cuando ya llegaba a la caja fuerte el barco se partió en dos y comenzó el proceso de hundimiento. El agua le llegaba por la barbilla. Ni siquiera llegó a la superficie. Horas después la gente seguía en el agua. En las barcas. Semicongelados intentando nadar. Muertos por el frío. Con miles de historias entre los dedos, esperando no morir con ellos. Y finalmente el trayecto acabó con la muerte de muchísimas personas, de la esperanza en que el progreso lo era todo, de la altivez, del orgullo.
Y, al igual que el Titanic, Alessandro murió por su altivez y su avaricia, acabó con la singular creencia de que el hombre lo podía todo, incluso con la naturaleza.
Vea... Qué fuerte!!!
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ResponderEliminarHola, Acqua!!
ResponderEliminarTu relato es muy interesante, una comparación muy acertada entre el personaje y el barco.
Como siempre, yo me voy a meter con un texto que no me pertenece, jeje.
Noto que el primer párrafo puede ser un poco confuso por el orden de las frases. Se me ocurre que podría reordenarse de este modo:
"Es el día 10 de abril del 1912. El Titanic zarpa del puerto de Southampton hacia Nueva York. Violeta admira el Titanic. Le encanta. Es el avatar del progreso. Siente que será un viaje idílico, junto a su prometido Alessandro, en el “insumergible”. Un viaje que terminaría en Nueva York donde una semana después de llegar a tierra se casarían. Sabía ya de memoria los titulares que habían acordado con la prensa. (desde aquí en cursiva) Alessandro Mirácolo, y Violeta Galiari se casan en la Iglesia más famosa de Nueva York. El multimillonario Mirácolo se casa con una joven bellísima de una isla de Italia. ¿La familia Mirácolo proseguirá con la Galiari? (hasta aquí la cursiva)"
Verás que agregué algunas palabras para no alterar mucho más tu historia.
Espero que no te molesten mis consejos.
Besos!!
Muy directa, Acqua, has sabido incluso sacarle moraleja. Me ha gustado.
ResponderEliminarUn beso.
Aqua: Tu historia tiene cierta similitud con la mía, pues trata de como la avaricia pierde al protagonista.
ResponderEliminarMuy buen argumento visto con otros ojos: Doña Ku
la avaricia rompe el saco, está claro ^^
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