De cristales y trompetas
…" Y las trompetas destruyeron la ciudad amurallada de Jericó"…
“... Y Dios creó a los cristales a su imagen y semejanza...”.
El útero era una burbuja encrespada. Millones de trapecios jaspeados y refulgentes envolvían la figura del niño de cristal.
En círculos perfectos comenzó a rodar la ladera bajo los guiños de un sol violento. La tarde imponía usencias de voces y sonidos. Los pájaros parecían haber emigrado hacia otras latitudes.
La matriz acristalada continuaba en su caída llevando al niño hacia abajo. Parecía una gigantesca tortuga marina que hubiera escondido su cabeza para no golpearla en los tumbos, pero que, a veces, se detenía, cambiaba de dirección, y otra vez rodaba y rodaba hasta detenerse para tomar un nuevo destino.
La pompa de cristal parecía conocer bien la región: una hondonada pintada de blanco y de negro por los haces desnudos de luz y la impertinencia de las sombras montañosas. El desierto se encontraba lejos del pueblo principal. Solo una extraña figura humana quebró la rutina del paisaje.
El extraño no advirtió el gesto de sorpresa del niño al descubrirlo. Su diminuto corazón irisado vibró, junto a la carga que llevaba sobre su minúsculo hombro transparente. Inmovilizado por la sorpresa de la enfoque de la esfera rodando hacia él, solo atinó a sacudirse una y otra vez el polvo que acumulaba su ropa después del largo viaje a pie. Había recorrido cientos de kilómetros en busca de respuestas, sin buenos resultados. Echó a andar, cuesta arriba al encuentro del glóbulo iridiscente. Sabía que esa era la respuesta a los interrogantes que lo acosaban desde su niñez. Una fuerza de atracción imposible de evitar lo impulsaba a ir hacia la esfera y el niño. El esfuerzo era inmenso para él, inversamente proporcional al niño que se acercaba ahora a velocidad vertiginosa hacia él. Esfera y extraño eran una sola visión en el paisaje árido.
En un momento epifánico, se escuchó un sonido de trompeta. El eco trajo resonancias bíblicas. Hombre, niño y esfera se unieron desde un golpe seco. El encuentro de sus cuerpos por el impacto desarrolló frecuencias únicas y justas que quebraron en miles de fragmentos la delgada coraza de cristal y la delicada piel del extraño. Un amasijo de vidrios, sangre y huesos rodó el resto de la ladera cenicienta, levantando tormentas de polvo. Melodías de trompetas acompañaban el descenso. Solo algunas lagartijas fueron testigos de la llegada al ras de las arenas y terrones grisáceos.
Más allá, en la distancia y el tiempo, en cada estante, en cada biblioteca, un libro se fragmentaba en minúsculos átomos de silicatos y de plomo. Las astillas se redujeron a arenas de silicio que refractaban lucecitas microscópicas. Nada quedó de la obra del historiad que en ese mismo instante comprobaba la hipótesis que lo había agitado toda su vida.
Un alarido de parto se escuchó multiplicado por el eco. Nacía un nuevo ser, una nueva historia. Tal vez, el recién nacido no sería historiador, sin embargo era seguro que sufriría la condena de poseer un corazón de cristal.
Las trompetas seguían anunciando la llegada del recién nacido.