HOLA A TODOS

Este blog se ha creado de forma secundaria al blog Adictos a la Escritura, para poder dar cabida a las publicaciones de aquellos miembros que carezcan de un lugar propio.

Un saludo

Sandra

martes, 26 de junio de 2012

Juntos y revueltos -Autora Aqua-

El poder de la música.

El flautista de Hamelín sonrió despectivamente, aquellos hombres habían cometido un grave error, tomarle el pelo. Creyeron -osaron creer- que él limpiaría su ciudad de ratas pestilentes con ayuda de su música sin recibir nada a cambio, creyeron que podían echarle de aquel pequeño pueblo sin llevarse nada, sin el oro que le prometieron. Así que él decidió tomarse la justicia por su mano, por la noche, o al amanecer, ya nadie lo sabe, hizo lo mismo que el día anterior, comenzó a tocar su flauta, y una embriagadora melodía salió de ella, pero esta vez tenía otro objetivo, llevarse a los niños, porque eran lo que más apreciaban aquellos ruines seres. Él los escondió en una cueva, y cuando salió de ella, vio una chica de su edad sentada en una roca.
-¿Qué hace aquí señorita?
Ella se giró con rabia. Le miró directamente a los ojos.
-¿Y a ti qué te importa? Seguro que eres uno de esos idiotas, que aunque le guste mi rostro, y mi interior, no quieren besarme por mi cola, porque dicen que soy un pez. ¿Pues sabes qué? Ya estoy harta de asquerosos humanos, siempre con sus prejuicios.
El flautista frunció el ceño.
-Pero tú no eres un pez.
-No graciosillo, he sacrificado mi cola para conseguir piernas, para vengarme. Más te vale salir corriendo.
-A mí también me han engañado.- Él se acercó lentamente, la rabia de la sirena parecía ser inmensa, inabarcable. –Y… no soy humano.
Ella pareció ablandarse, le miró con interés y le dijo que le contara su historia. Después ella le relató la suya.
Le relató cómo se había enamorado y la habían repudiado por ser una sirena, por no poder andar, y así con muchas de sus compañeras.
Entonces él le dijo que sabía exactamente qué debía hacer.
-Mi música es mágica, ¿no cuentan lo mismo de tu voz?- dijo, saltándose ya el código de conducta de diálogo.
Ella asintió, sin saber por dónde iban los tiros.
-Entonces- dijo él con una media sonrisa en el rostro- seguro que puedes atraerles con una canción. ¿No es cierto?
Asintió de nuevo.
-Pero para eso haría falta un ejército de sirenas, y no todas ellas sacrificarían su cola por unas piernas.
-Ahí es donde entra en juego mi música…, con un instrumento más grande podríamos atraerles hacia el mar, y una vez allí, que tus amigas decidan lo que hacer con ellos.
-Oh… fantástico. Además sé dónde encontrar tu instrumento. Mi madre tiene una viola. ¿Eso servirá?
-Servirá, por supuesto.
Minutos después se encaminaban hacia el pueblo y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca, él comenzó a tocar y ella comenzó a cantar.
Por un momento el tiempo se paró. Los cielos se despejaron y el aire se llenó de aquella melodía, tan bella, tan llena de vida.
Aquella melodía lo podía todo.
Y los hombres se acercaron al mar, donde muchos, cayeron al fondo, otros obtuvieron una cola, para que vieran lo que era ser sirena, otros muchos fueron ahogados, y algunos pocos murieron a manos de las sirenas que habían rechazado.
Los dos, el flautista y la sirena, habían conseguido lo que querían, pero tenían el corazón vacío. Él ya no sabía por lo que cantaba, y ella ya no sabía a quién amar. Y, de repente, se miraron y se encontraron, vieron lo que realmente eran. Él comenzó la primera nota, y ella siguió cantando para él, y así desaparecieron en el horizonte, y dejaron un rastro de ira inconfundible, dejaron un rastro de ira y de música. Y le susurraron al viento que lo prometido es deuda, pero que por su amor les dejaban marchar, que ya habían tenido suficiente.
Las sirenas aprendieron la lección y no se juntaron más con humanos. Los flautistas, y músicos mágicos aprendieron también que no debían hacer tratos con ellos y decidieron prestar sus servicios a la comunidad mágica.
Y aquel flautista y aquella sirena, mientras caminaban hacia el fin del mundo, ella cantando y él tocando, oyeron rumores, de que, como ellos, muchos músicos habían decidido comenzar un romance con las sirenas.

lunes, 25 de junio de 2012

Juntos y revueltos -Autora Liliana Savoia-

La bailarina sale a escena una noche más. Es Odette, la primera figura de una obra que representa el amor y la magia, enlazando en sus actos, la eterna lucha entre el bien y el mal. Su compañero, un bailarín de fama internacional, protagoniza al príncipe Sigfrido, enamorado de ella, convertida en cisne por el hechizo de un indigno brujo y de Odile, el cisne negro e hija del hechicero.
El rostro de la bailarina muestra cansancio, pero no quiere defraudar a su público que espera todo de ella, lo mismo que de su compañero. Ambos desean ofrecer esa noche una actuación insuperable. En unos pocos minutos han conseguido abstraerse del mundo y de sus espectadores para sumergirse más y más en los complicados movimientos de aquella danza que sus cuerpos conocen tan bien. A una pequeña distancia de ellos, se deslizan plácidamente los cisnes. Conduciendo al grupo hay una hermosa ave. El bailarín camina a lo largo de la orilla del lago hacia ellos; cuando está a punto de seguirlos ve algo en la distancia que lo hace vacilar. Se para cerca de la borde, luego se retira rápidamente a través del claro para esconderse. Ha visto algo tan extraño y extraordinario que debe observarlo con detenimiento y en secreto.
Apenas se esconde, entra en el claro la mujer más hermosa que nunca vio. No puede creer lo que ven sus ojos, puesto que la joven parece ser a la vez cisne y mujer. Su exótico rostro está enmarcado de plumas, que se unen al pelo. Su vestido de tules, puro y blanco está embellecido con suaves penachos. En su cabeza descansa la corona de la Reina de los Cisnes. La joven piensa que está sola, aterrorizada, todo su cuerpo tiembla, sus brazos se aprietan contra el pecho en una actitud, casi desvalida, de autoprotección; retrocede ante el príncipe, moviéndose frenéticamente, hasta el punto de caer como un pájaro herido.
Sigfrido, ya enamorado de ella, le ruega que no se marche volando y ante su miedo le indica que nunca le disparará, que la protegerá. Ella es Odette. El bailarín la saluda y dice que la honrará; pero le pregunta: ¿A qué se debe que sea la Reina de los Cisnes? El lago, le explica la bailarina, fue hecho con las lágrimas de mi madre al verme convertida en la Reina Cisne. Y seguirá siéndolo, excepto que, entre la media noche y el amanecer, un hombre me ame, se case conmigo, y me sea fiel.
El espectáculo avanza hacia su desenlace, acrecentándose en cada giro y en cada paso; por la pasión de los bailarines. Los brazos de su compañero la alzan en acrobacias que desafían las leyes de la gravedad. La bailarina no se siente inquieta, confía en su compañero, como siempre.
Al iniciarse el cuarto acto, el grupo de doncellas cisnes, bailarinas experimentadas, se han agrupado a la orilla del lago espejado en el escenario. Odette, aparece llorando, ellas intentan consolarla, tal como lo han hecho noche tras noche. Le recuerdan que no tema, que Sigfrido es tan solo un humano.
La música se intensifica, el bailarín entra corriendo al claro y busca frenéticamente a Odette, su pareja, cobijada entre los cisnes. La toma entre sus brazos, jurándole su amor infinito y pidiendo su perdón por acceder a participar en la cacería de cisnes. Odette lo perdona, pero le dice que ello no sirve para nada, porque su perdón se corresponde con su muerte.
El cuerpo de Sigfrido convulsiona, los priones que entraron en su cuerpo con las frutas contaminadas que ingirió en la merienda; comienzan a invadirlo con sus proteínas, produciéndole alteraciones neurodegenerativas irreversibles, cambiando su conformación tridimensional. Cae entre estertores y espuma. Sus piernas se han multiplicado por dos, inducidos; los amiloideos plegados en apretadas hojas desbastaban sus neuronas. El crecimiento exponencial de los priones en su cerebro atacó el equilibrio entre el crecimiento lineal y la rotura de los agregados proteínicos. Ya no es Sigfrido, sino el mutante del ser que el bailarín una vez fue y jamás volverá a ser.
El resto de los danzarines eternizan el instante clavados en el escenario, anonadados por la irracionalidad del acontecimiento. Las luces enfocan el escenario. La bailarina se abraza a su enamorado tratando de salvarlo de la metamorfosis.
En ese instante, detrás de bambalinas, el asombro. Gritos desenfrenados provienen de la sala. Los espectadores baten sus palmas, exclaman, aúllan. Prismáticos y flashes de cámaras brillan en la oscuridad del teatro. La muchedumbre se levanta de sus butacas para asegurarse; de que aquello que sus ojos ven es cierto, que el cuerpo de Sigfrido, el bailarín, ha mutado en una criatura extravagante y siniestra.
El rostro de Sigfrido estalla desde cicatrices semejante a los huecos que deja la viruela. Los dientes, antes inmaculados, se muestran amarillos, afilados, largos, enormes y macizos como las brocas. Los ojos cambian de color y tamaño. Del azul al negro intenso, redondos, semejantes a los de un mono. En ese instante el tiempo se extravía; la danza se convierte en una orgía de miradas colmadas de interrogantes.
El bailarín abre la caverna de su boca y habla con una elocuencia tan profunda que parece un erudito griego. Su voz es áspera, arrastra las vocales, tal vez, por la súbita transformación.
En un demencial estado de enajenación el bailarín metamorfoseado termina arrancándose su propia oreja y comiéndosela... Aun así, descubre que como cualquier otro ser tiene sus virtudes, sus claroscuros, sus tragedias, sus dolores, su furia, sus resentimientos, su coraje, sus sueños, sus ilusiones... El mutante, como un niño travieso, masticando al descuido un chocolate, devora a mordiscos a la bailarina, que se deja digerir mansa y entregada. El resto del ballet huye temiendo ser engullido por la bestia, mientras el mutante y lo que queda de la bailarina, alcanzan su momento sublime, su momento de epifanía, su momento de éxtasis.
Tal como lo habían deseado antes de salir a escena, esa noche, sin proponérselo, dieron un espectáculo inigualable.

Juntos y revueltos -Autora Ichabod Kag-

La fábula del doctor y el presidente.

Puede que ser el presidente de una gran nación como Bavarialandia sea la ambición de aquellos que anhelan el poder. Sin embargo, para Niko el serlo era un martirio y he aquí el porqué.
Hace años, cuando el apenas comenzaba su campaña presidencial, decidió darse una escapada hacia un lujoso bar del centro de la capital de Bavarialandia. Por fortuna para él y para todo su partido no lo siguieron reporteros, pero esa tampoco es la razón de su desgracia. El verdadero motivo fue una linda rubia de ojos verdes y con pies tan ligeros que parecía volar cuando bailaba.
Niko no pudo separar su mirada de aquella mujer en toda la noche. Quería acercarse a ella y conocer su nombre por lo menos, pero una extraña fuerza (conocida por los más sabios como timidez) se lo impidió. Al final tuvo que contemplar su partida de aquél bar con un nudo en la garganta.
Meses después, ganó las elecciones y se mudó a la lujosa residencia presidencial de aquél país: Los Robles. Sin embargo, no había día en que no pensara en la hermosa rubia de ojos verdes; en esos momentos, el corazón se le comprimía al punto de hacerlo llorar.
Y de ahí viene su martirio. A pesar de ser el presidente de una gran nación y de tener un servicio de inteligencia tan listo que podía hallar una lágrima en medio del mar, la mujer que había visto aquella noche no aparecía de nuevo por ninguna parte.
Un día, leyendo el periódico, dio con un anuncio que de inmediato llamó su atención: “El gran y magnífico Dr. Sandalia. Maestro de las ciencias amorosas y conocedor de los secretos más secretos, de los sabios más sabios de las cumbres más altas del Tíbet. Capaz de hallar a tu alma gemela en un santiamén”. De inmediato Niko dio un brinco tan alto que le hizo un agujero al techo (el cual permanece hasta el día de hoy) y arregló un viaje secreto hasta aquél remoto país en el que vivía el sabio Dr. Sandalia.
Cruzó pueblos y ciudades, ríos y valles, bosques y desiertos. Y finalmente, en la cumbre de un pequeño cerro en el extremo más extremo del mundo, encontró la choza del Dr. Sandalia. Era una construcción de madera y paja tan rústica, sin más amueblado que dos jergones y un pequeño taburete de pino, que lo primero que le pregunto Niko fue que cómo le había hecho para tener un anuncio en el periódico.
— No viene mucha gente por aquí, así que necesito hacer algo de propaganda.
Y en efecto así era. Tal vez los más grandes sabios de los sabios deberían reconsiderar los lugares donde sus aposentos establecen. Pero volvamos con la historia.
De inmediato el Dr. Sandalia comenzó a trabajar en el cuerpo de Niko y también en su alma. Cada día debía correr veinte kilómetros y nadar otros tantos, además de sesiones de acupuntura, zumba y psicoanálisis para abrir sus chacras. Pues según el gran sabio, lo que aquejaba a nuestro presidente una gran cantidad de energía negativa que le impedía encontrar al amor.
Un día, cuando Niko volvía a la choza luego de sus ejercicios diarios, el Dr. Sandalia lo recibió con una gran noticia.
— Puedes volver a tu país, pues ya estás curado.
— ¿Curado de qué? Yo venía aquí a encontrar a la hermosa rubia de ojos verdes, no porque estuviera enfermo.
— Pero lo estabas. Estabas enfermo de tristeza y de miedo. Esos dos malignos agentes nublaban la vista de tu corazón impidiéndote sentir y ahora que los has retirado, podrás ver a tu amor de nuevo. Pero si aún necesitas algo de ayuda, una cosa más te diré: Antes de entrar a tu residencia, gira tu rostro hacia la izquierda.
Niko salió pisando fuerte de aquél sitió, pues se sentía timado. Sin embargo, también tenía la sensación de que algo dentro de él se había ido, dejando sitio a una tranquilidad que hacía mucho no sentía.
Cuando llegó a Bavarialandia nadie lo recibió, pues había dejado a un doble a cargo para que nadie notara su ausencia. Justo antes de entrar a su residencia de Los Robles, recordó las sabias palabras del Dr. Sandalia y dirigió su faz hacia la izquierda, encontrándose con una delgada mujer de cabello negro que comía una manzana sentada en una banca. A juzgar por su ropa, trabajaba para él.
Lentamente se acercó y, cuando la mujer lo miró con unos hermosos ojos cafés, Niko lo vio todo claro: aquella era la chica del bar que tan bien bailaba. Se había quitado los lentes de contacto y el tinte de su cabello se había caído, pero no había duda.
El gran presidente de Bavarialandia se reprochó entonces por haber buscado a una rubia de ojos verdes, en lugar de una mujer hermosa de mirada dulce. Al parecer el Dr. Sandalia tenía razón, pues aquella manzana fue lo primero que Niko y su amor compartieron en su vida.

La moraleja:
Seas o no presidente
Ten siempre esto presente:
No necesitas tener enfrente
A un doctor que se diga excelente
Pues aunque a veces se sienta ausente
El amor siempre está en el ambiente.

Juntos y revueltos -Autora Einyel-

Personajes: DEVORADORA DE SUEÑOS Y PEZ

Se despertó sudando y con fuertes palpitaciones. No podía recordar nada del sueño, excepto aquel rostro furibundo que avanzaba hacia él. Se levantó a por un vaso de agua, intentando aún convencerse de que todo había sido una pesadilla. No se percató de los ojos rojos que brillaban bajo su cama.
Como cada mañana el despertador sonó a las siete en punto. Sanya se levantó de un salto, llena de la vitalidad que otorga tener veinte años.
―¡Buenos días! ―gritó.
Eugène se la quedó mirando fijamente, a veces Sanya pensaba que era capaz de entenderla. Eugène era un pez de estanque, naranja y con la cola irisada, bastante corriente, aunque más grande de lo habitual. Quizás fuera por su edad, Sanya bromeaba a menudo diciendo que era un pez mezclado con tortuga centenaria, porque para ella siempre había estado ahí. Es más, su primer recuerdo era del día que le regalaron a Eugène, justo después de que muriera su madre.
Sanya se duchó y se vistió rápidamente. Se miró en el espejo mientras se recogía su larga melena castaña en una sencilla cola de caballo. Unos ojos de color verde intenso le devolvieron la mirada y una sonrisilla de niña traviesa escapó de sus labios mostrando unos dientes ligeramente separados. Antes de marcharse a la facultad, se asomó a la habitación de su Nana, que como siempre dormía hasta muy tarde. Sanya observó el pecho de su abuela que subía y bajaba lentamente, respiró tranquila, Nana era lo único que tenía.
Durante la segunda hora de clase, su móvil empezó a sonar. Molesta lo silenció, pero volvió a sonar aún más insistentemente. Ante la mirada de reproche del profesor y las risitas ahogadas de sus compañeros, finalmente lo cogió.
―¿Sanya? ―oyó que le decían al otro lado del teléfono.
―Eh, sí, soy yo…
―Ay mi niña, soy Esther, la vecina. Lo siento mucho cariño, pero tienes que venir enseguida a casa, ha pasado algo con tu abuela.
Dos días. Habían pasado dos días de locura desde que recibió esa llamada. La ambulancia, la certeza de saber que no había nada que hacer, el tanatorio y la gente que ella no conocía y que desfilaba ante su abuela, ofreciéndole un consuelo que no iban a poder darle. Y lo peor de todo aún no había pasado, lo peor es que se había quedado sola, completamente sola.
Desesperada se sentó en su escritorio, enfrente de su pecera. Eugène al menos seguía allí con ella, moviéndose lenta y elegantemente, ajeno a todas sus desgracias.
―Eugène, sólo me quedas tú. Sin la Nana, ¿qué voy a hacer ahora Eugène? Dime ¿qué voy a hacer?
Pero el pez continuó su rumbo sin inmutarse, Sanya se quedó mirando el suave ondular de su cola, y una extraña paz empezó a apoderarse de ella. Tras días sin poder dormir se sentía hipnotizada por el movimiento del pez y sus párpados empezaron a cerrarse.
Despertó. Estaba en una habitación desconocida para ella, enfrente suya un chico dormía profundamente. Era extraño, a pesar de la situación a Sanya todo aquello le resultaba familiar, sentía que sabía qué hacía allí y cual era el siguiente paso que tenía que dar. Se acercó al chico y con delicadeza le posó una mano en la frente. Estaba en un campo, jugando con unos niños pequeños, sus hermanos tal vez. Un hombre muy mayor apareció al final de un camino, al verlo él se sintió feliz, muy feliz, y empezó a correr. Sanya supo que ese era el momento justo y se abalanzó sobre él. El chico empezó a gritar de puro dolor.
Cuando se despertó, estaba de nuevo en su escritorio frente a la pecera. Siguiendo un instinto casi animal trató desesperadamente de atrapar a Eugène mientras el pez se revolvía, escabulléndose entre las algas y objetos de su pecera. Sanya daba manotazos al agua, intentando como una histérica cogerle. De repente tocó algo extraño en el fondo, era un tubo de vidrio, y dentro había un papel con la inconfundible caligrafía picuda de su abuela.

“Querida niña:

Si lees esto es que ya no estoy contigo. Eugène te habrá mostrado la carta y estarás confundida por lo que has vivido esta noche. Pero no tienes que preocuparte, lo llevas haciendo toda tu vida. Igual que lo hacía yo, igual que lo hacía tu madre.
Somos devoradoras de sueños, los necesitamos para sobrevivir, se los robamos a la gente, sus peores pesadillas, sus sueños más hermosos, todo eso les quitamos… y claro con ello les dejamos una herida en su mente de la que muchos no se recuperan. Tu madre lo sabía, sabía las consecuencias de sus actos y un día simplemente decidió que no podía soportar esa pena y se dejó ir. Siempre me culpé por ello, y temía que te pasara a ti lo mismo y perderte, por eso traje a tu pez. Todas las noches cuando vuelves de cazar, vuelcas tus recuerdos en él, Eugène olvida y tú olvidas con él. Lo hice para protegerte, pero ahora tienes que tomar tu propia decisión. Eres una devoradora de sueños, si sigues volcando tus sueños en Eugène, llevarás una vida tranquila, pero al hacerlo te estarás negando como persona, negando lo que en realidad eres y nunca te sentirás completa. Sin embargo si te deshaces de él, tendrás que afrontar las consecuencias y puede que no seas capaz de soportarlo. Es tu decisión, pero sigas el camino que sigas, yo siempre te apoyaré.

Te quiere. Nana”


Sanya apenas podía pensar, estaba totalmente impactada y se sentía ajena a todo lo que había pasado. Eugène tras la trifulca mantenida volvía a descansar tranquilo, como aletargado. Sanya le miró fijamente y pensó: “¿Soñaran los peces?”.